Entre los meses de marzo y abril, las instituciones educativas estadounidenses de todos los niveles dan a sus alumnos una semana de vacaciones (en algunos casos, dos), poco antes de la celebración de las Pascuas. Desde los ’60, este receso se ha convertido en un sacrosanto ritual para los universitarios: en manada se trasladan, durante esas fechas, a distintos destinos internos (principalmente, las playas de la Florida), donde se entregan al mismo tipo de diversión que los vernáculos egresados de Bariloche, con la gran diferencia de que por tratarse de mayores de edad, el consumo de estupefacientes y la permisividad sexual suelen alcanzar niveles mayores. El spring break, como se lo conoce, es una institución cultural en la que estos grandes grupos de jóvenes –al igual que hacía la totalidad de la población del Medioevo durante carnaval– eligen librarse de todas sus inhibiciones, emancipación ligada a un conjunto de prácticas que por lo general incluyen desmanes y destrozos que han llevado a que por lo menos dos áreas de Florida (Daytona y Fort Lauderdale) dicten leyes especialmente pensadas para desanimar a estos hormonales visitantes. El cuadro no le resultará impensado a cualquiera que haya tenido la antropológica ocasión de cruzarse con un grupo de adolescentes vacacionistas estadounidenses en cualquier región del Caribe (particularmente, en México), donde las leyes de consumo de alcohol son mucho menos restrictivas que en su país de origen.
Es a partir de esta costumbre tan naturalizada, desde su análisis y reproducción impiadosa, que se construye Spring Breakers: viviendo al límite. A pesar del estilo deliberadamente trash con que se la publicita, esta fábula negra sobre cuatro jovencitas que se internan en el imaginario de la “fiesta sin límite”, ganadora del León de Oro en el Festival de Venecia, es la última película de Harmony Korine, uno de los pocos cineastas independientes norteamericanos que ha sostenido una filmografía consistentemente perturbadora y no un denodado y sumiso camino al Oscar. Desde su guión para la polémica Kids (1995) y su posterior debut como director con Gummo (1997) y Julien Donkey-boy (1999), su mirada ácida y poco complaciente ha encontrado tanto entusiastas fanáticos como ardientes detractores (se sabe, el público estadounidense no tiene paciencia para ninguna clase de cine que vulnere su piadoso y protestante derecho al entretenimiento).
No obstante, Spring Breakers es menos sucia en términos de calidad de imagen y tal vez parezca a una primera mirada mucho más “comercial” que sus anteriores propuestas. Sin recaer en postales estereotipadas y convencionales, Korine y su fotógrafo, Benoît Debie, supieron encontrar un lenguaje visual eléctrico y degradado, hijo mestizo del celular y la vieja Polaroid, indubitablemente bello (como el que no ha tenido ninguna de sus películas, salvo Mister Lonely), capaz de transmitir en simultáneo la enérgica excitación y la decepcionante rutina del universo cíclico y monótono que están en trance de retratar. No sólo eso; entre sus cuatro protagonistas, la película cuenta con dos princesitas Disney: Vanessa Hudgens (Gabriella, de la infame trilogía High School Musical) y Selena Gomez, mejor conocida por su sonado noviazgo con Justin Bieber. Su inclusión, desde luego, es todo menos inocente, y tal vez constituya la piedra de toque de una película extraña, alucinatoria, festiva y al mismo tiempo terriblemente amarga.
Candy, Brit, Cotty y Faith languidecen durante sus aburridas clases, donde todo se repite, donde la monotonía alcanza incluso a los estudiantes, sentados pasivamente frente a sus laptops en la gran aula magna, casi como un estereotipo publicitario de su propia edad, a la espera del ansiado spring break. Sin embargo, llegado el momento comprueban, contrariadas, que el escaso dinero que han logrado juntar está lejos de permitirles las soñadas vacaciones. Casi como un juego (y no es una pista menor), Candy, Brit y Cotty deciden asaltar un lugar de comida rápida, encapuchadas y con armas de juguete. La piadosa Faith (nombre que significa literalmente Fe), miembro de un grupo cristiano, no participa del asalto, pero tampoco se horroriza en principio al entender de dónde han sacado sus amigas el dinero necesario, como tampoco se horroriza frente a las situaciones de embriaguez, lujuria y desborde que se le propongan. Ocurre que, como ella misma señala, este receso es una pausa, como si se pudiese hacer un click y correrse de la propia vida.
A fin de cuentas, la noción de la “fiesta loca” es un discurso omnipresente en la cultura contemporánea, que incluso dedica programas de televisión a recorrer el mundo mostrando los lugares ideales donde volverse loco, salvaje y demás calificativos por el estilo. La invitación, sin embargo, es decepcionante, según se encargará de mostrar Korine. El mismo sistema que constriñe a las personas en un determinado orden de responsabilidades, obligaciones y rutinas necesario para sostener una existencia ligada al consumo de bienes estandarizados, ofrece como único imaginario de escapatoria un reino del revés… donde la quimera del consumo se duplica, convertida en una divinidad pagana, acompañada –tal vez como precio– de una inevitable cuota de autodestrucción.
La informalidad, la ilegalidad, el gangsta no son, como podría pensarse, desviaciones o perversiones del sueño americano (es decir, el sueño universal capitalista), sino otra de sus encarnaciones, tal vez la única a la que pueden tener acceso los estratos más bajos, más trash, de la sociedad. De la mano de un dealer tan macabro como infantil e ingenuo, Alien (“el de afuera”, “el extranjero”) –James Franco en una de sus grandes actuaciones–, tres de las princesitas deciden sumergirse en el descontrol a lo grande, saltar la barrera y vivir esa versión invertida, hiperbólica y exasperada de la felicidad, tal vez porque sepan de antemano que, a diferencia de su peculiar Virgilio, ellas pertenecen al grupo de quienes no pagarán el precio y una vez pasada la “pausa” podrán reincorporarse a la gris vida de los suburbios, el reverso de esa falsa liberalidad.
Contando tan sólo esto, Korine haría ya una gran película. Un poco moralista, tal vez, pero una gran película. Sin embargo, va mucho más allá, y junto a todo esto logra plasmar, de la mano de un audaz procedimiento narrativo de reiteraciones y frases perdidas, la angustiosa necesidad de libertad, la pulsión enérgica que late en el loop de esa fiesta monótona y triste, desencantada, que es el permisivo espacio actual de la falsa transgresión. En ningún otro momento esta melancolía irónica llega tan lejos, tal vez, como en la majestuosa escena en que el joven proyecto de matón, ante un enorme y absurdo piano de cola blanco, en la terraza de su mansión sobre la playa, interpreta, acompañado por sus ángeles de la muerte de capucha rosa, “Everytime”, de Britney Spears, y sus voces se funden con la de la malograda princesa del pop, el consumo, el desgaste, el trash, el exceso, el rubio oxigenado y una melancolía infinita como el mar.
Publicada en Ñ, el 11 de mayo de 2013