El hombre invisible

18 Ago

Derek Jarman dio sus primeros pasos en el cine como extensión de su trabajo en la pintura. “Nunca había pensado en ser un director de cine”, confiesa en There we are, John, “yo quería ser pintor”. Consideraba la pantalla un lienzo, y su intención inicial no fue otra que poner en práctica la metáfora vulgarmente utilizada para referirse a la fotografía: pintar con luz. Pero… ¿es eso cine? ¿O tan solo pintura en el cine? La mayoría de sus detractores lo despachan con un único calificativo: anticinematográfico. ¿Pero qué otra cosa, si no cine, puede ser una película? En todo caso, será buen o mal cine, pero ese es otro tema.

Distinguir lo cinematográfico de lo anticinematográfico es pretender una esencia del cine, y pretender una esencia de las cosas es un debate caduco y obsoleto. Podría decirse primitivo, si no fuera un discurso tan extendido en el conjunto de la crítica. Es como si se hablase de lo antipictórico, lo antiescultural, lo antiteatral, lo antiliterario, lo antifotográfico, lo antimusical, lo antiarquitectónico o lo anticulinario. El despropósito llega a negar cualquier vinculación entre el cine y el resto de los dispositivos culturales, olvidando que es simplemente uno más de ellos, con idéntica función: servir, a quienes lo practican, de vehículo para expresar la propia subjetividad.

PRIMEROS TIEMPOS Las primeras películas son home movies, cortometrajes en Super 8 que registran momentos cotidianos e incluso intrascendentes de la vida del joven Derek y de su grupo de amigos. Pero Jarman no se queda en el registro, no hace cine directo. Aplicando al material diversas técnicas, lo violenta y pervierte hasta hacer de imágenes domésticas formas confusas, permanentemente equívocas, sensación reforzada por una banda de sonido construida desde la ausencia de timbres familiares (una de las pocas veces en que aparece la voz humana, en Pirate Tape, la misma está distorsionada, y la frase pronunciada por Burroughs se repite mecánicamente, sacándola de su contexto coloquial). El principal concepto que Jarman vuelca de la pintura al cine es el de las técnicas mixtas: su cine es un gigantesco lienzo extendido en el tiempo sobre el cual se yuxtaponen —es notoria su preferencia por el corte directo— elementos de naturaleza diversa, alterados a su vez por distintos procedimientos.

El conflicto surge, al extenderse los tiempos, entre estética y narratividad. Mientras que sus cortos continúan ahondando en esta sorprendente visualidad distorsiva, sus largometrajes Sebastiane (1976), Jubilee (1978) y The Tempest (1979) se ciñen a una estructura clásica del film. Esta tensión entre pinceles y lapiceras se resuelve en tres películas sucesivas que constituyen el punto de inflexión de su obra. The Angelic Conversation (1985) es la primera película en que el denso trabajo con las imágenes, extendido en el tiempo, se fusiona con la voz humana en sucesiones de palabras significativas (catorce sonetos shakespereanos leídos por Judi Dench). En Caravaggio (1986), construida a la manera de un biopic clásico —cuyas convenciones satirizará luego en Wittgenstein —, el claroscuro del pintor introduce en las imágenes una característica, de ahora en más, fundamental del cine jarmaniano: la abolición de lo escenográfico. Sin embargo, en The Angelic Conversation el acento está puesto en lo visual, así como en Caravaggio está puesto en lo narrativo. The last of England (1987) clausura este proceso, integrando por completo en un único gesto lo narrativo y lo visual.

MILITANCIA No es posible avanzar más sin antes dar cuenta de un fenómeno central: el cine de Jarman es un cine político. Pero no es político en un sentido amplio, social. Es un cine político militante, cine de barricada. Jarman, fuera del closet, lucha contra los dispositivos sociales puestos en funcionamiento para reprimir la homosexualidad, y más concretamente a los homosexuales.

Para él, el principal problema de ser homosexual no es serlo, sino serlo dentro de esta sociedad. Lejos de un planteo anárquico con raíces en una experiencia tortuosa de la propia sexualidad —como es el caso, por ejemplo, de Rainer Wener Fassbinder y Jean Genet—, es el poder quien se opone conflictivamente a una experiencia gozosa de la homosexualidad: el stablishment tatcherista en The Last of England, la policía en The Garden, los militares y la aristocracia en Eduardo II. Y lo que Jarman propone no es una integración desde el freak-show —Priscila, reina del desierto— ni la mágica e irreal aceptación “políticamente correcta” con la que nos bombardea hoy Hollywood —La boda de mi mejor amigo, El objeto de mi afecto—, sino una militancia políticamente consciente de la exclusión de la homosexualidad como dispositivo de poder del Estado.

Este punto de partida lo obliga a no dejar de lado la herencia cultural británico-occidental de la que el Imperio tanto se jacta, sino a hundir sus raíces en ella. Lo que en Greenaway es impostura, búsqueda de legitimación, fagocitación improductiva, en Jarman es necesidad programática, relectura foucaultiana de la historia de la representación. En esto, está mucho más cerca de Michael Powell que de Greenaway, con quien sus detractores lo emparentan aquejados de una miopía —de más está decirlo— escabrosa.

En la historia, el cine político responde básicamente a dos grandes líneas: simplificación estructural inscripta en un realismo heredado del cine italiano de posguerra (desde el mediocre Costa Gavras hasta el —a veces— acertado Ken Loach) o bien formalismo constructivista en violenta ruptura con la cultura occidental burguesa (desde los soviéticos hasta La hora de los hornos). Ahora bien, en todos estos casos se trata de un cine consensuado por un grupo de individuos numéricamente importante (aunque no mayoritario) dentro de la sociedad. Jarman no goza de ese privilegio, su posición es minoritaria y marginal. La militancia, entonces, lo lleva al colmo de la audacia estética: enunciar un discurso marginal desde una estética marginal. ¿Qué es, si no, la estética del “cine impuro”? Jarman elige una estética condenada de antemano, tanto por necesidad como por coherencia ideológica. Decisión que termina costándole el mote de “esteticista”. Otra apreciación superficial, ya que no se trata de un cineasta flemático y frío sino de un cineasta que se propone destruir esa impostura (bajo la cual se ocultan los dispositivos de exclusión) desde su mismo sistema estético. Que eso impida a espectadores avezados identificar el grado de pasión y furia con que esta operación es llevada a cabo es algo difícil de entender.

Arriesgo una hipótesis: lo verdaderamente incómodo en Jarman, lo que genera tantas resistencias a su trabajo, es que, al no aceptar los modelos de representación de la homosexualidad antes descriptos —lo tortuoso, el show, el tout va bien—, evidencia el alto grado de acatamiento que los dispositivos de represión tienen en cada integrante de la sociedad. Al hacerlo, responsabiliza directamente al espectador, enfrentándolo a su participación activa en dichos dispositivos. Esta relación se vuelve provocación abierta con el espectador heterosexual, tal como lo demuestran las siguientes citas de uno de sus diarios At your Own Risk: A Saintęs Testament: “Todos los hombres son homosexuales, algunos se vuelven hétero. Debe ser muy raro ser un hombre heterosexual, su sexualidad es desesperanzadamente defensiva, como un ideal de pureza racial.”; “(…)la heterosexualidad es un estado psicopático anormal elaborado por hombres y mujeres infelices cuyas emociones reprimidas, al no encontrar una salida natural, los condenan los unos a los otros y a vidas carentes de calor y compasión humana.”

DISTANCIA, ABSTRACCIÓN, CONCEPTO En la imagen cinematográfica, podemos dividir los objetos en dos categorías bien diferenciadas: objetos sobre los cuales se ejerce algún tipo de acción (útiles) y objetos ajenos a la acción que caracterizan el entorno (escenográficos). Caravaggio recrea la estética del pintor, con su iluminación en claroscuro: muy poca luz en el cuadro, estrictamente direccionada al centro de interés; el resto del espacio queda a oscuras, en tinieblas. La luz cae sobre los sujetos y los útiles, pero los elementos escenográficos, principalmente los del fondo, desaparecen, no son visibles. Esta abolición de lo escenográfico es una de las características formales más interesantes del cine de Derek Jarman.

La iluminación en The Garden, debido al tono irónico de la película, es prácticamente iluminación de comedia, plena y colorida (salvo en las escenas en que Jarman se muestra escribiendo en su diario), lo que impide eliminar los fondos ocultándolos en la oscuridad. Sin embargo, Jarman encuentra la clave para aniquilarlos como escenografía: utilizando enmascaramientos por color (chroma-key), recorta a los personajes y pone fondos deliberadamente arbitrarios, que incluso varían en el transcurso de la escena. Eduardo II está íntegramente rodada en un set construido con grandes cuerpos volumétricos rugosos —lo que le valió el mote de “teatral”— sin ningún signo escenográfico. De hecho, esos cuerpos volumétricos, en tanto representan la no-escenografía, podrían ser considerados antiescenografía.

Derek Jarman lleva esta propuesta al extremo en Wittgenstein , donde los sujetos y los útiles son registrados sobre un fondo infinito completamente neutro (negro), perdidos en medio de la nada. En una escena, Ludwig Wittgenstein da un paseo nocturno en bote: los únicos elementos en el plano son el bote, el filósofo, la pequeña lámpara que este lleva y el reflejo del agua en los laterales del bote, inmersos en una oscuridad absoluta.

La consecuencia más evidente de este procedimiento es la pérdida de contexto. Las coordenadas espacio-temporales se desdibujan, y la acción deja de ser un evento para ser simplemente acción. Numerosos anacronismos confunden, fundiéndolos, tiempo pasado y presente. En Eduardo II, el rey y su amante visten modernos trajes italianos, y los militares están caracterizados con los trajes de fajina del Ejército actual. La lectura es obvia y coherente con la militancia del director: Eduardo II transcurre tanto en la corte del rey como en la Inglaterra contemporánea. Pero Jarman da un paso más allá de esta simple metáfora y se anima a transformarla en acción: al promediar la película, una movilización de gays y lesbianas encabezada por el rey se enfrenta a la policía, armada con escudos antimotines y palos de goma, reinterpretando al mismo tiempo pasado y presente el uno en función del otro.

Los personajes, elididos por completo de su entorno, se vacían de sí mismos, se conceptualizan. Cada personaje se vuelve al mismo tiempo persona, ícono y representación de un grupo. Jarman no está interesado en penetrar en el interior de una persona en particular, tópico del cine instalado por Dreyer en su Juana de Arco. Está interesado —como señala Nick Clapson— en releer la historia tradicional (léase heterosexual) a través de hombres homosexuales que fueron personajes claves en la misma, en revelar la articulación política del conflicto actual indagando los trazos ocultos de una historia homosexual.

Quizás el mayor logro de Jarman sea utilizar estos procedimientos sin atentar contra la emoción, sino haciéndola surgir de ellos. La pareja de The Garden debe su inmensa ternura a la representación estática, así como su posterior humillación y tortura se vuelve estremecedora al romper ese estatismo. La despedida de los amantes en Eduardo II no sería igual de conmovedora si no incluyese a Annie Lennox, a un lado, cantando Ev’ry Time We Say Goodbye , así como el horror del asesinato del rey no sería completo si no lo viésemos inclinado sobre un simple cubo estéril. Y, sin duda, la muerte de Wittgenstein constituye una de las escenas elegíacas más poderosa de la historia del cine gracias al marciano y a ese inolvidable plano de Wittgenstein-niño ascendiendo, impulsado por globos y por alitas a la Da Vinci, sobre un cortinado/cielo que él mismo acaba de desplegar.

BLUE La experiencia más radical (y más atacada) de Derek Jarman es su última película, Blue. Sobre una pantalla completamente azul, se encadenan sonidos y lecturas del diario personal de Jarman que cuentan su paulatina degradación física. Ya en The Garden, Jarman se había expuesto a sí mismo como infectado de HIV; en Blue nos hace partícipes de su experiencia como enfermo de sida. Pocos meses después de estrenada la película, en 1994, muere.

Pero esta película no es tan solo una desesperada declaración de amor por el cine, la película de un director que comienza a quedarse ciego y, aun así, no puede evitar la necesidad de hacer películas. Con un rigor que no deja de ser impactante y eludiendo caer en una mirada del sufrimiento desde su ombligo, Jarman pone en claro que el sida también es una cuestión política que deja al descubierto los dispositivos de exclusión. “¿Cómo podríamos ser percibidos?, para la mayoría somos invisibles.” Jarman no desea ser visto, mirado (que es la estrategia que el poder usa para controlarnos), Jarman desea ser escuchado. El único modo que tiene de lograrlo es escapándose de la mirada acechante del poder y de la nuestra, y reclamando nuestros oidos, la atención de todos, desde su invisibilidad: “Espero que los chicos sigan enamorándose de los chicos y las chicas de las chicas y no encuentren modo de cambiarlo”.

El Amante 89, agosto de 1999

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