Los placeres y los días

19 Ago

Sobre El tiempo recobrado (Le Temps retrouvé), de Raoul Ruiz.

Dos tendencias expresan (y a menudo perpetran) la megalomanía de directores y productores. Nacida del aliento fantástico o épico de algunos pioneros, la primera se manifiesta en proyectos quijotescos, coliseos y templos que Griffith hacía construir en estudio, Herzog buscó en geografías inhóspitas y Von Trier filma con cien cámaras. De origen transtextual, la segunda corresponde a los planes de adaptar a la pantalla textos literarios o teóricos cuya extensión pone en duda la factibilidad del intento (al contrario de lo que ocurre, por fortuna o por desgracia, con los textos dramáticos). Ulises de James Joyce, El capital de Karl Marx y En busca del tiempo perdido de Marcel Proust son casos representativos.

La hiper-producción es propia de cineastas que se ufanan de poder influenciar, someter, coercionar e incluso hacer sufrir a sus semejantes, actitud que –vaya uno a saber por qué resaca romántica– se considera síntoma del genio. La gran adaptación, por el contrario, es una batalla que enfrenta el director a solas, superproducción intelectual antes que económica. Para completar su gesta no debe torturar a otros sino fatigarse a sí mismo, una y otra vez, en cada recoveco del texto. No trabaja contra su equipo sino en colaboración y competencia con un genio del pasado. El narcisismo que implica no es –contrario a lo que podría parecer– menor que el de la obra colosal, quizá sea mayor. El genio tiránico de la superproducción se construye a sí mismo como mito porque da origen a una mitología, su afirmación está sujeta a la conclusión de la película. El de la gran adaptación, por el contrario, es autosuficiente. La imagen de Sergei Eisenstein trabajando sobre El capital basta por sí misma, no necesita una película que la construya como mito porque es mito.

Esta diferencia podría explicar por qué la primera tendencia ha sido tan realizada mientras que de la segunda tenemos noticia más por las biografías y las historias de cine que por los archivos fílmicos. En este sentido, El tiempo recobrado representa un hito en la historia de la megalomanía cinematográfica. Por primera vez (a excepción de un Ulises más que olvidable y algunas versiones “estampita” de la Biblia) alguien completa el programa, se interna en el laberinto y logra duplicarlo, dejando constancia material de la genialidad autosuficiente.

Entre 1913 y 1927 se dan a conocer los siete volúmenes que componen En busca del tiempo perdido. El narrador-protagonista, Marcel, escribe en su lecho de enfermo y en primera persona la historia de su vida, desde su infancia hasta el momento en que decidió escribir la novela. Sin embargo, sería erróneo suponer que éste es su argumento. La obra se caracteriza por la ausencia de una historia central como esqueleto del relato. Es el narrador quien provee estructura y cohesión, mientras da a conocer eventos cuya relación puramente espacio-temporal sugiere al lector que la verdadera historia está “escondida”. Proust duplica el laberinto de significados que de por sí es todo texto construyendo una novela que, además, es un laberinto de historias.

Para adaptarlo, Raoul Ruiz y su coguionista tomaron una decisión clave: ceñirse a la sucesión de eventos del último tomo, El tiempo recobrado, e incorporar del resto los que, a su juicio, eran fuertemente contextuales. Ciertos personajes –Albertine, Jupien, la abuela– se simplifican o desaparecen, y lo mismo ocurre con las historias. La decisión resulta salomónica: divide la novela entre lo que se cuenta y el modo de contarlo, y elige conservar esto último. Así, la película se estructura como una sucesión disgregada y aditiva de “formas”, modos de contar entre los que se destacan tres grupos de recursos.

El primero es la utilización de imágenes surrealistas, más cercanas a los hombrecitos con bombín de Magritte que a los relojes derretidos de Dalí. No es un surrealismo cruento (como el de Buñuel) sino un surrealismo apaciblemente lírico, que se juega al borde de la ingenuidad. Y jugar en los bordes es peligroso: uno puede caerse. Le ocurre a Ruiz en ocasiones, dos o tres escenas (una puerta abierta que da al cielo azul, por ejemplo) son de un simbolismo extremadamente convencional, más naēf que surrealista.

Mucho mejor funciona la incorporación de formas “teatrales”. Siguiendo una línea preeminentemente francesa, practicada por Jean Cocteau y desarrollada por Alain Resnais (particularmente en El año pasado en Marienbad), estas formas destacan que eso que está dentro de la pantalla ha sido puesto en escena por un director y actuado por un grupo de personas. La explotación que hace Ruiz de la combinación de movimientos de cámara con movimientos de elementos internos del cuadro (como si estuviesen sobre un escenario) es antológica, embriagadora.

Por último, Ruiz reflota un arsenal de herramientas cinematográficas primitivas, entre las que se destacan el uso de la sobreimpresión y el cruce de puertas que conecta dos lugares distantes. Estas técnicas, que a principios del siglo XX funcionaban efectivamente como trucas, hoy remiten al cine mudo de Méliès y Sjostrom, señalando una vocación por lo imaginario y lo mágico antes que su efectiva realización.

Y es en esto donde coinciden las tres formas (pictórica, teatral y cinematográfica primitiva): todas ellas señalan y remarcan el carácter ficcional de la imagen. Por lo general, un plano cinematográfico se presenta ante nosotros y, a pesar de su constitución puramente imaginaria, nos embauca y se pretende como lo real. No ocurre lo mismo con estas imágenes apacibles e ingenuas, que aluden constantemente a una intención de representar lo irrepresentable, de mostrar lo que está fuera de la realidad.

El mayor mérito, el gran mérito de la película de Ruiz, es su construcción de un espacio-tiempo innegablemente irreal e imaginario. Como adaptación de En busca del tiempo perdido es profundamente discutible. Pero al mismo tiempo, sus condiciones históricas hacen de ella una película fundamental. En estos días en que el cine se contenta con historias llanas y todo el mundo aplaude argumentos de tres líneas, Ruiz se atreve a la megalomanía de elegir una novela con miles de páginas y cientos de personajes. Ahora que todos repiten que “hay que contar una historia”, deja la humildad de lado y fanfarronamente acumula figuras que no cuentan nada o casi nada. En un momento en que la hegemonía de la representación cinematográfica es detentada por el realismo, recupera el antirrealismo (siempre tan teatral, siempre tan censurado), un refugio para el entusiasmo y la imaginación. Cuando ya a nadie le importa el cine para imaginar y no para explicar al mundo, nos invita a placeres por igual sofisticados e ingenuos. A la prosa simplista de nuestros tiempos, Raoul Ruiz opone la poesía hedónica de los desmesurados. El suyo es el verdadero cine de la resistencia.

Dos tendencias expresan (y a menudo perpetran) la megalomanía de directores y productores. Nacida del aliento fantástico o épico de algunos pioneros, la primera se manifiesta en proyectos quijotescos, coliseos y templos que Griffith hacía construir en estudio, Herzog buscó en geografías inhóspitas y Von Trier filma con cien cámaras. De origen transtextual, la segunda corresponde a los planes de adaptar a la pantalla textos literarios o teóricos cuya extensión pone en duda la factibilidad del intento (al contrario de lo que ocurre, por fortuna o por desgracia, con los textos dramáticos). Ulises de James Joyce, El capital de Karl Marx y En busca del tiempo perdido de Marcel Proust son casos representativos.

La hiper-producción es propia de cineastas que se ufanan de poder influenciar, someter, coercionar e incluso hacer sufrir a sus semejantes, actitud que –vaya uno a saber por qué resaca romántica– se considera síntoma del genio. La gran adaptación, por el contrario, es una batalla que enfrenta el director a solas, superproducción intelectual antes que económica. Para completar su gesta no debe torturar a otros sino fatigarse a sí mismo, una y otra vez, en cada recoveco del texto. No trabaja contra su equipo sino en colaboración y competencia con un genio del pasado. El narcisismo que implica no es –contrario a lo que podría parecer– menor que el de la obra colosal, quizá sea mayor. El genio tiránico de la superproducción se construye a sí mismo como mito porque da origen a una mitología, su afirmación está sujeta a la conclusión de la película. El de la gran adaptación, por el contrario, es autosuficiente. La imagen de Sergei Eisenstein trabajando sobre El capital basta por sí misma, no necesita una película que la construya como mito porque es mito.

Esta diferencia podría explicar por qué la primera tendencia ha sido tan realizada mientras que de la segunda tenemos noticia más por las biografías y las historias de cine que por los archivos fílmicos. En este sentido, El tiempo recobrado representa un hito en la historia de la megalomanía cinematográfica. Por primera vez (a excepción de un Ulises más que olvidable y algunas versiones “estampita” de la Biblia) alguien completa el programa, se interna en el laberinto y logra duplicarlo, dejando constancia material de la genialidad autosuficiente.

 

Entre 1913 y 1927 se dan a conocer los siete volúmenes que componen En busca del tiempo perdido. El narrador-protagonista, Marcel, escribe en su lecho de enfermo y en primera persona la historia de su vida, desde su infancia hasta el momento en que decidió escribir la novela. Sin embargo, sería erróneo suponer que éste es su argumento. La obra se caracteriza por la ausencia de una historia central como esqueleto del relato. Es el narrador quien provee estructura y cohesión, mientras da a conocer eventos cuya relación puramente espacio-temporal sugiere al lector que la verdadera historia está “escondida”. Proust duplica el laberinto de significados que de por sí es todo texto construyendo una novela que, además, es un laberinto de historias.

Para adaptarlo, Raoul Ruiz y su coguionista tomaron una decisión clave: ceñirse a la sucesión de eventos del último tomo, El tiempo recobrado, e incorporar del resto los que, a su juicio, eran fuertemente contextuales. Ciertos personajes –Albertine, Jupien, la abuela– se simplifican o desaparecen, y lo mismo ocurre con las historias. La decisión resulta salomónica: divide la novela entre lo que se cuenta y el modo de contarlo, y elige conservar esto último. Así, la película se estructura como una sucesión disgregada y aditiva de “formas”, modos de contar entre los que se destacan tres grupos de recursos.

El primero es la utilización de imágenes surrealistas, más cercanas a los hombrecitos con bombín de Magritte que a los relojes derretidos de Dalí. No es un surrealismo cruento (como el de Buñuel) sino un surrealismo apaciblemente lírico, que se juega al borde de la ingenuidad. Y jugar en los bordes es peligroso: uno puede caerse. Le ocurre a Ruiz en ocasiones, dos o tres escenas (una puerta abierta que da al cielo azul, por ejemplo) son de un simbolismo extremadamente convencional, más naēf que surrealista.

Mucho mejor funciona la incorporación de formas “teatrales”. Siguiendo una línea preeminentemente francesa, practicada por Jean Cocteau y desarrollada por Alain Resnais (particularmente en El año pasado en Marienbad), estas formas destacan que eso que está dentro de la pantalla ha sido puesto en escena por un director y actuado por un grupo de personas. La explotación que hace Ruiz de la combinación de movimientos de cámara con movimientos de elementos internos del cuadro (como si estuviesen sobre un escenario) es antológica, embriagadora.

Por último, Ruiz reflota un arsenal de herramientas cinematográficas primitivas, entre las que se destacan el uso de la sobreimpresión y el cruce de puertas que conecta dos lugares distantes. Estas técnicas, que a principios del siglo XX funcionaban efectivamente como trucas, hoy remiten al cine mudo de Méliès y Sjostrom, señalando una vocación por lo imaginario y lo mágico antes que su efectiva realización.

Y es en esto donde coinciden las tres formas (pictórica, teatral y cinematográfica primitiva): todas ellas señalan y remarcan el carácter ficcional de la imagen. Por lo general, un plano cinematográfico se presenta ante nosotros y, a pesar de su constitución puramente imaginaria, nos embauca y se pretende como lo real. No ocurre lo mismo con estas imágenes apacibles e ingenuas, que aluden constantemente a una intención de representar lo irrepresentable, de mostrar lo que está fuera de la realidad.

El mayor mérito, el gran mérito de la película de Ruiz, es su construcción de un espacio-tiempo innegablemente irreal e imaginario. Como adaptación de En busca del tiempo perdido es profundamente discutible. Pero al mismo tiempo, sus condiciones históricas hacen de ella una película fundamental. En estos días en que el cine se contenta con historias llanas y todo el mundo aplaude argumentos de tres líneas, Ruiz se atreve a la megalomanía de elegir una novela con miles de páginas y cientos de personajes. Ahora que todos repiten que “hay que contar una historia”, deja la humildad de lado y fanfarronamente acumula figuras que no cuentan nada o casi nada. En un momento en que la hegemonía de la representación cinematográfica es detentada por el realismo, recupera el antirrealismo (siempre tan teatral, siempre tan censurado), un refugio para el entusiasmo y la imaginación. Cuando ya a nadie le importa el cine para imaginar y no para explicar al mundo, nos invita a placeres por igual sofisticados e ingenuos. A la prosa simplista de nuestros tiempos, Raoul Ruiz opone la poesía hedónica de los desmesurados. El suyo es el verdadero cine de la resistencia.

El amante 101, agosto de 2000.

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