El marxismo (explicado a los niños)

28 Jun

La propuesta estética de El pequeño ladrón es clara y concisa, y de tan clara y concisa resulta extraordinariamente compacta: busca trascender lo desesperante de la realidad inmediata para dar cuenta de las estructuras que subyacen a esa actualidad falsamente caótica mediante una narración seca, “objetiva”. Resultaría poco pertinente, entonces, reprocharle que no ofrezca una visión “humanista” de sus personajes, impregnada de la afectación y la sentimentalidad establecidos como tono por el neorrealismo católico-populista de De Sica y Zavattini. Su realismo elige una vía completamente distinta, la del materialismo, y es perfectamente consecuente con ella, tanto que evita la fácil tentación de deslizar un “momento de ternura” o caer en una resolución fundada en la retórica del melodrama (como ocurría en la última media hora de Recursos humanos).
El protagonista de la película es S. y, como diría un obispo, Esse est percipi, es lo que se ve, acciones y cuerpo, y todo el resto –interioridad, vida psíquica, etcétera– es literatura. Dispuestos en una red de sentido estructurada en base a la división del trabajo (en algún punto, el problema de S. es un problema de movilidad social) y no en base a la oposición legalidad-criminalidad (lo más sorprendente de El pequeño ladrón quizá sea su audacia de proponer que, en las condiciones presentes, la criminalidad lejos de ser marginal se estructura como cualquier otra institución), los personajes quedan reducidos a sus manifestaciones evidentes. Algunos críticos se quejan de esto diciendo “en la película de Zonka no hay personajes, tan solo tipos, representaciones abstractas y funcionales de sujeto”, mientras que otros celebran “la universalidad de este joven que representa a cualquier otro joven en la misma situación”. Ambas posturas fundan su interpretación en la despersonalización del nombre del protagonista, y me resultan erróneas, o al menos muy poco sutiles, en tanto evitan pensar la relevancia del cuerpo a lo largo del relato. De hecho, ya el nombre propio aparece dentro de la banda de Marsella como elemento de construcción de identidad y presentación de la persona; al elegir apenas esa sibilante, el protagonista (y aquí aparecería la subjetividad) está inscribiendo dentro del grupo su carácter escurridizo, su permanente fugarse en la cadena de traiciones que le resulta inevitable (la amiga, Barret, el Ojo, la anciana que debía cuidar).
Pero me gustaría volver sobre el cuerpo, que aparece en escena con insistencia prácticamente desde el inicio (cuando S. se cambia en la panadería y vemos su espalda de refilón). ņCómo hablar de “despersonalización” en una película que postula tan claramente que el universo de sus personajes posee su cuerpo como único bien, y en este gesto los establece como particulares fuertemente sensibles antes que como tipos abstractos? Tanto S., que ocupa el lugar más bajo en la microestructura, como Tony, que ocupa el más alto, están atravesados por esta problemática; cuando Tony viola al protagonista se pone en juego una lógica del poder interno basada estrictamente en el usufructo del cuerpo (y ya que estamos resulta particularmente interesante que en vez de elegir la sumisión sádica por excelencia, la anal, Tony obligue a S. a practicarle una fellatio, práctica sexual articulada en la bondad de la nutrición y el autoritarismo de la oclusión de la palabra).
El pequeño ladrón se interna en una temática a la que cada vez más películas intentan acercarse, y la única que parece quedarle a un cine “comprometido”: la posición del sujeto en las condiciones actuales de producción. Su acierto radica en desechar cualquier romanticismo o idealización y en esforzarse por abordar un tema sociopolítico desde coordenadas que, sin despreciar el peso del sujeto, sean capaces de ofrecer una visión transversal del fenómeno que no se agote en el lamento o la proclama de buenas intenciones.

El amante 111, junio de 2001

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